miércoles, 9 de septiembre de 2015

El Golem


El Interrail es una experiencia única; y tanto. Yo esperaba pasar calamidades, que las pasé, pero lo que no creí nunca es que el final iba a ser tan... emocionante, digamos.

Tras 18 días viajando por capitales de Europa, pareciendo una Tortuga Ninja, debido a la gran mochila y a mi pequeño tamaño, llegué, por fin, a Praga, donde, a los dos días, me esperaba un avión para volver a mi tierra; bueno, la verdad es que tengo mis dudas sobre si el avión me esperaría, pero esa no es la cuestión.

Me decidí a tomarme el día como un gran homenaje, ya que mis noches de ensueño por Europa había consistido en coger trenes nocturnos y dormir en un asiento de mala manera, por lo que mis cervicales me avisaban de que no querían más; la noche que no era así, la pasaba en mi saco de dormir en cualquier estación, donde disfrutaba de un lavado de gato en el baño antes de proseguir mi aventura.

Así que, al llegar, tomé la determinación de alquilar un lugar en el que dormir... habitación en hotel, creo que lo llama la gente normal; pero, qué demonios, estaba en Praga, debía ir a algún sitio especial. Me enteré que acababan de abrir unos apartamentos en la parte alta de la antigua sinagoga. No es que me lo contaran los autóctonos, a los que no entendía ni papa, es que me encontré con dos españoles más duchos en idiomas, aunque también más perdidos que yo.

Una noche memorable: al entrar y ver la cómoda alcoba, me enamoré, aunque no duró mucho y acabé deseando dormir en la estación, y es que, sin preguntar por qué esa habitación era mucho más barata, me di cuenta de que un reloj en el edificio de enfrente me recordaba cada media hora que estaba allí a base de campanazos.

Una, una y media, dos, dos y media... yo ya no aguantaba, así que me decidí a levantarme y explorar la habitación. Lo primero que me llamó la atención fue un armario cerrado a cal y canto. Pero tenía tiempo de sobra para entretenerme en abrirlo.. y lo conseguí. Dentro, una figura de un hombre de barro aparecía sentado, con un broche en las manos. Me di cuenta que tenía unas fijaciones en el pecho en las que se podía ensartar dicho broche, así que, sin ningún interés, se lo puse para que estuviera más fashion el individuo.

Mi sorpresa fue confundir el sueño con la realidad, ya que aquella criatura se puso de pie, y esperó a mi lado, como un mayordomo, hasta que le dije: “¿qué eres?”, a lo que no respondió, pero se apartó; creo que no podía hablar. Me di cuenta de que seguía esperando, como si quisiera que le diera una orden, así que le dije que me buscara algo de comer y, a los diez minutos, a pareció con una pizza casera recién hecha. Creí que sería estupendo salir a la calle y que me hiciera caso alguien... o algo por una vez.

Nos fuimos a visitar la noche de Praga; él, por órdenes mías, me llevó a caballito, cosa no muy difícil por mi metro y medio de estatura y sus aproximadamente dos metros. Luego le pedí que parara el reloj de la torre, a lo que accedió gustosamente y sin preguntas. Si pudiera, me casaría con él. Pero comencé a desvariar y acabamos en una discoteca, en la cual le dije, como si pudiera hacer magia, que quería ser el más alto de la sala. El Golem, sin dudar, sacó un gran machete y con una fuerza sobrehumana cortó las piernas a todos los que por allí había.

De súbito me desperté en la cama, llenos de sudor, la cama y yo. No sabía qué había de cierto o de falso en mis sueños, pero el monstruo estaba a los pies de mi cama, inerte y sin el broche, y en el periódico de la mañana, un titular “Un hombre vestido de estatua atraca una pizzería en mitad de la noche”.

viernes, 28 de agosto de 2015

Triste migrante

No quepo en mi propio asombro cuando veo las noticias de los periódicos, las opiniones de la gente en la calle, la falta de solidaridad y de memoria. A veces, creo que, definitivamente, no hay vida inteligente en nuestro planeta, más allá de la que se pueda encontrar en los delfines.

Vemos a diario el sufrimiento de aquellos que vienen a Europa huyendo de la guerra, llenos de miseria hasta hartarse, hinchados de dolor y pesadumbre; y ni siquiera nos inmutamos cuando decimos que no queremos que vengan, que se vayan a su país. Tampoco queremos saber que están huyendo de las guerras muchos de ellos, de las mismas guerras que sacaron a tanta gente del viejo continente en el siglo pasado, de las mismas guerras que provocamos nosotros en aquellas tierras, de las mismas guerras que asolaron nuestro propio país, y del que mucha gente huyó con lo puesto a bordo de barcos colapsados de miseria.

No me vale el cuento de que los que salían de España lo hacían con contrato de trabajo; el que se quiera engañar, que lo haga, pero hay suficientes documentos y fotografías que atestiguan que hicimos lo que ahora otros hacen: huir de una muerte segura hacia una muerte probable.

Cuando veo a toda esa gente muriendo asfixiada en barcos, camiones... en lugares donde no se los quiere... cruzando vayas para ponérselo más difícil; como si la vida les importara ya una mierda, como si quisiéramos humillarlos aún más, haciéndoles pasar un telón de cuchillas de acero para que sepan quién es el que manda y que no son bienvenidos; ahí veo lo hipócritas que somos, lo egoístas, porque, para poder seguir con nuestro status quo de pobres de la zona rica, necesitamos que en otro lado haya pobres de la zona paupérrima.

Deberíamos ser solidarios, aunque sólo sea por egoísmo: tarde o temprano, nos ocurrirá lo mismo, y querremos que nos traten bien; si de verdad fuésemos un país católico, con su moral intachable, los deberíamos recibir con los brazos abiertos, e intentar buscar juntos una solución para todos, no sólo para nosotros. Pero si preferimos esconder la cabeza debajo de la tierra, alguien vendrá a cortárnosla, y será la realidad cuando nos golpee tan fuerte como a aquellos a quien no queremos en nuestra tierra, y entonces querremos solidaridad, y nos quejaremos porque hemos salido de nuestro país a buscarnos la vida.


Y es que, cuando estamos en la parte buena, hemos de recordar que el Mundo gira, y que, tarde o temprano, nos tocará estar en la parte mala.

martes, 30 de octubre de 2012

Tarde de peli y palomitas


Era una tarde de domingo, de las de palomitas y película de videoclub; el reloj de la Iglesia cercana a casa daba las seis. De repente, algo ocurrió: sin saber cómo, aquella película se había parado en la escena más terrorífica imaginable.

El protagonista, en un vano intento de proteger a su mujer, amarraba contra su pecho la cabeza de esta, mientras el psicópata desprendía el resto del cuerpo de su lado; la cabeza de la chica, todavía caliente, ofrecía una mueca de terror que encoge el alma: sus ojos, de un negro azabache, parecía como si fuesen a estallar, mientras la boca, abierta de par en par por el esfuerzo de sus gritos, emitía el último aliento de la muchacha.

De repente, por la ventana, se podía vislumbrar la luz acaecida por un rayo que, en contraste con el cielo encapotado del atardecer de aquella tarde, ofrecía a la vista un haz luminoso con el que se podía divisar todo el campo que no dejaba aquella tarde ver el Sol.


Uno, dos, tres fueron los segundos que antecedieron al estruendoso sonido del trueno, causa de aquel bello haz luminoso que había contemplado solo tres segundos antes.

La tormenta me hizo desviar la atención de la película, la cual seguía parada en aquella escena tan horripilante que me provocó tal convulsión que hice rodar las palomitas por toda la alfombra. Me puse a recogerlas. Seguía mirando la escena, horrorizado, sin percatarme de que la luz de la ventana cambiaba, y ahora una sombra me impedía ver con toda claridad los rayos; pero yo no miraba a la ventana. Craso error el mío.

Mientras levantaba la mirada, veía que todo había cambiado desde que la bajé: de repente, la ventana no mostraba paisaje alguno, el sofá estaba ocupado por un encapuchado y la televisión continuaba en la misma escena, última visión que mis ojos recogieron, mi imago mortis se convirtió así en el retrato de mi propia muerte.

Una decisión inteligente


Entramos por una puerta vieja, carcomida, enmascarada en una capa de polvo bajo una entrada oscura.

En el recibidor, un mayordomo chepudo nos invitó a pasar; su rostro era muy pálido, sus labios, excesivamente enrojecidos sobre unos dientes perfectamente blancos y afilados.

De repente, la luz comenzó a parpadear, el hombre chepudo desapareció, no así aquella carcajada que parecía provenir del mundo ulterior. Corrimos a la puerta de entrada, muy asustados, pero ya era tarde: aquel traidor mayordomo nos había encerrado. Ruido de un motor, algo parecido a un cortacésped se escuchaba a lo lejos.

Así, decidimos cruzar la casa en busca de otra salida, aunque hasta el más valiente de los presentes temblaba como un perro abandonado.

Subimos la escalera, oscura, apenas se veían los escalones y las manos de los que creía que eran mis compañeros me tocaban por todo el cuerpo, algo que achaqué al miedo reinante; pero no era así, con un fogonazo de luz pude ver cómo a ambos lados de la escalinata sendas rejas encerraban unos seres que en otra vida pudieron ser humanos, pero que ahora se asemejaban a despojos de cadáveres en movimiento. El motor sonaba más cerca, acompañado de carcajadas.

Subimos deprisa, pero en los últimos peldaños comprobamos cómo las rejas cedieron y aquellos monstruos nos perseguían.

Como animales acorralados aumentamos el ritmo de nuestros pasos, y aquella celeridad nos condujo a una habitación donde una niña permanecía atada de sus cuatro extremidades a la cama. No, no era una niña, era uno de aquellos seres. El motor sonaba tan cerca que parecía estar tras la puerta, mientras una voz gutural continuaba riendo.

Nos acercamos a aquel cuerpo no muerto y, de repente, se movió e intentó agredirnos mientras nos insultaba, incluso nos vomitó encima.

La puerta cayó y, de pronto, un hombre con una motosirra nos persiguió hasta que, al fondo, un rayo de luz fue nuestra esperanza.

Ya en el exterior, tomé una decisión importante: me iría a montar a los caballitos porque estas atracciones me cagan de miedo.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Muerte en vida

Miró otra vez a su alrededor. La operación había sido un éxito. Su transformación en robot, como la de tantos otros antes, no debía suponer ningún riesgo; pero lo supuso.

A su lado, sólo veía la fría materia que cada vez componía a más seres, a más expersonas.

Notó la fuerza que embriagaba sus miembros mientras observaba las caras vacías de expresión de su alrededor: ni el perro era ya un perro.

Su nostalgia por los tiempos de la carne y el hueso, por los besos que sabían a algo, aumentó, sobre todo al reparar en el tiempo que hacía desde que no experimentaba esas sensaciones con nadie, y en que no volvería a experimentarlo.

Notaba la transformación de su cuerpo en aquella materia inerte, inmutable, imperecedera, fruto de la fusión fría, hasta que su corazón decidió dejar de latir: no pudo soportar la certeza de no volver a sentir.

domingo, 3 de junio de 2012

Sobre el amor verdadero

Sé que algunos sólo piensan en el amor verdadero como en una utopía fantástica, como en algo irreal; pero no es así, lo único que a lo mejor los mitos que nos han metido en la cabeza son los que realmente existen.

El amor verdadero puede ser de dos tipos: perfecto o imperfecto. Ninguno es mejor que el otro, simplemente son distintos y cada cual que escoja el que más le guste.

El amor perfecto es eso: perfecto. Carece de imperfecciones y, por ello, tiene un tiempo limitado, es caduco, efímero, pero a la vez es un amor visceral, loco, pasional, donde no hay nada ni nadie que pueda interponerse, donde los obstáculos insalvables nos parecen pequeños escalones...

... Y nos dejamos llevar, y la locura nos hace su presa mientras las ramas del árbol prohibido nos aprietan hacia sí y no podemos huir, aunque en un primer momento quisiéramos, pero la suavidad de sus ramas nos envuelve y acabamos por sucumbir a su belleza.

No hay defecto en la persona, no hay nada estéticamente incorrecto en un espacio-tiempo que crea una burbuja en nuestra vida. Pero la burbuja se acaba rompiendo, y los pequeños escalones se tornan de nuevo muros infranqueables mientras nos dejamos llevar, esta vez por la realidad, abandonando un sueño irreal que nos hizo felices en un período de tiempo, y que lo seguirá haciendo cada vez que recordemos aquellos maravillosos momentos, donde ninguna mancha de tinta puede emborronar una caligrafía tan perfecta.

Pero, amigos, es un amor caduco, que no podremos retener sin la consecuencia lógica de amargar su recuerdo.

Ahora, cabe otra posibilidad, una alternativa, no por ello mejor, pero sí diferente: el amor imperfecto, ese amor real, perenne, inmortal, donde aceptamos mejor los defectos de la persona amada que nuestra propia imperfección.

Este amor, normalmente, es mucho menos intenso, pero lo compensa lo dilatado de su existencia, la ausencia de cadenas que te privan de tu libre albedrío, el no arrancarte el corazón a mordiscos y, sin embargo, te endulza el cuerpo con pequeñas dosis de ternura; es algo así como racionalizar algo para que pueda perdurar no sólo en el pensamiento.

Cada amor es distinto y, amigos míos, no se escoge, simplemente ocurre y, tanto uno como otro, aparecen sin previo aviso, y ambos azotan el corazón, el primero a dentelladas, el segundo con suaves caricias.

Mi teoría es que cada persona sólo vive un amor verdadero de cada tipo; mi amor perfecto ocurrió hace unos años, duró poco más de un mes y se esfumó, aunque perdurará para siempre en mi memoria, lo sé; incluso al año siguiente seguí los pasos que condujeron a ese amor, buscando no sé el qué, y sólo encontré soledad.

Ahora, en este mismo instante, vivo mi amor imperfecto, plagado de defectos y cosas que mejorar, pero que tengo toda una vida para labrarlo, toda una existencia en común para que, juntos, armonicemos los dos tipos de amor verdadero.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Abandono

En mi oscura habitación
con un libro en la mano
y la mente en el salón;
con la otra mano en mi pluma,
el papel por lienzo
y en el puño el corazón.

Así escribo estos versos
no sé si de simple adiós,
tal vez de un hasta siempre,
o tal vez no.

La esperanza que siempre, 
siempre me acompañó,
ahora me pesa y me hace inerte
pues en agotamiento mutó.

Quiero creer que es falta de tiempo,
que para nada carencia de valor;
que espero que no sea el talento
el que, jugando en mi contra,
me convierte de la pugna en perdedor.

Pienso seguir mi camino
me lleven donde me lleven mis pasos;
os seguiré llevando como amigos
a sabiendas de mi tránsito errado.

No puedo prometer ni prometo
que mis pasos volverán a la senda
ni que otra vereda será correcta,
aunque sé que nunca seré tan feliz
como lo soy entre libro y libro
aunque toda la vida sea aprendiz,
aunque nunca sea magistral lo que escribo.